domingo, 13 de mayo de 2012


                   LUDMILA Y EL TIEMPO 

Cuando nos volvimos a encontrar, creo, habían pasado 12 años cuatro meses y tres semanas. Doce años atrás, la muerte simbólica del amor, había hecho estragos, y las buenas nuevas, no eran más que retoños de esperanza. No solo habíamos muerto el uno para el otro, sino también para todo el resto. Recuerdo que en ese momento tuve la inconveniente razón; para pedir el favor de un tiempo. Me lo otorgo; pero cuando lo consideré mejor, y el extraño hizo estragos, corrí a buscarla. Ya no estaba para mí. Con el orgullo que suelen erigir las grandes musas de la historia, ella, alistándose a la inconmensurable lista de bellas mujeres fálicas, no consideraba oportuno regresar. Lentamente; el tiempo enfrió los lugares que antes quemaban y Ludmila había retornado a su antigua vida marital y eso, calculo, hacía muy feliz a sus dos hijos. Por un lado, durante esos momentos, no era sencillo ubicarla, ya que Internet (por lo menos en la Argentina) no era un canal de fácil acceso, y por el otro lado, la telefonía móvil no estaba “cubierta” del manto globalizador. Para encontrarla del otro lado, recuerdo haber discado un número particular (que aún memorizo) y solo dar con el paradero de terceros entrenados para expedir las excusas más originales que acentuaban su ausencia. No me dí por agotado. Durante largos periodos hube de concentrarme para romper con ese adiestramiento fastidioso; hasta que sucedió lo necesario para agotar mis recursos, y exponer mis esfuerzos a su plena destrucción. Por motivos que no comprendí, ni comprendo, Ludmila había sido demorada por las fuerzas provinciales. Vaya paradoja…doblemente detenida para mí. Estaban investigando su entorno, y yo me consideraba parte de aquel. Las líneas telefónicas que frecuentaba obsesivamente, habían sido intervenidas por la “ley”. Otro momento en que me fue negada la comunicación por la fuerza de un tercero. Este imperativo fue estorbando la necesidad de escucharla, oler su piel, mirarla, y permitir que me observe mientras compartíamos sábanas derretidas de eyaculaciones y sueños. La consigna fue clara: No me era permitido protegerme en sus ojos verdes, así como tampoco ocultarme dentro de su interminable cabellera de rizos esplendorosos. Todo estaba perdido para mí, y la motivación se fue perdiendo rápidamente en los oscuros pensamientos de la melancolía. Compartimos un empleo, nos enamoramos trabajando, y nos empleamos por más de diez años en encontrarnos. Este exquisito melodrama me dejó, por aquel entonces, en las puertas de un rincón tenebroso de mi historia, cuyo refuerzo llego de la mano de un psiquiatra; para alejarme de una depresión que había comenzado a transitar. El panorama no era muy alentador. Estaba “legalmente” deprimido, medicado, y fastidioso…extrañando alguien que no había muerto, pero había que matar. Recuerdo haber creado nuevas rutas para desencadenar en las cercanías de su barrio; e intentar dar con su paradero, y al llegar a sus lugares cotidianos, disminuía la velocidad, aumentaban mis pulsaciones, y buscaba en cada transeúnte su cara, sin encontrarla. Nunca más supe de ella, nunca más volví a verla con mis ojos. Pasaron algunos años y el tiempo me llevo a otro trabajo, donde cumplía humildemente la función de manejar una camioneta; de lunes a viernes de 8 a 18. Distribuía insumos en diferentes locales de Buenos Aires; y los días martes me tocaba viajar a la zona donde alguna vez había perdido a Ludmila. Ese barrio que había observado nuestros besos cotidianos. Por esos años, yo estaba en pareja y conviviendo; pero nunca pude olvidarme de ese lugar en general, ni de ella, en particular. Martes tras Martes, desviaba el recorrido unas cuadras, y cuando más triste me sentía, o cuando llovía, estacionaba la camioneta casi en la puerta de su casa, encendía un cigarrillo, y le dedicaba 15 minutos al azar. Nunca me benefició; nunca la vi atravesar el portal de su casa, como la había imaginado por tanto tiempo. Por aquellos momentos, era mucho más probable cruzarla por los pasillos de mis sueños, que atraparla con mis ojos. El tiempo pasó: me separé, me fui, volví, cambié, crecí; y Ludmila no aparecía. Me las arregle, austeramente, para encontrarla en otras mujeres; pero fue un recurso agotable. Entre estas narraciones me han separado de ella doce años y cuatro meses, y no parece tanto. El avance tecnológico, para mi necesidad de encontrarla, o aunque sea de saber de ella y confirmar su existencia física, fue necesariamente alentador. Una tarde fría, de esas que Buenos Aires suele afrontar con enorme puesta, comencé a buscarla virtualmente, poniendo su nombre y recordando su apellido en los buscadores mas conocidos de las redes. Al contiguo “enter” su cara apareció en mi monitor y segundos después, en mi recuerdo. Cuando esto ocurrió, recuerdo haber tenido la sensación de que el tiempo no había sido tan dañino. No solo estaba tan hermosa como siempre, sino que estaba viva, y existía la posibilidad de encontrarla luego de tantos años. Durante algunas semanas entraba a su página y miraba sus fotos detenidamente. La veía sonriente, pero con su mirada un poco más triste y cansada; pero se la veía entera. Cuando la conocí, era una hermosa madre de dos varones; cuando revisé sus fotos, había en ellas, una hermosa niña de corta edad. Luego me contó que “Azul” tenía tres años y era la hija que, fruto de la relación con su marido, del cual estuvo separada cuando nos conocimos, habían concebido como secuela de un matrimonio que había llegado a su fin. Frente a este hecho inmediatamente recordé un episodio que habíamos transitado juntos doce años atrás. Luego de un pequeño retraso en su periodo menstrual, habíamos fantaseado con la idea de ser padres; y en la armonía fidedigna de mi recuerdo, el cual después corroboré, reservamos el nombre “Azul” para nombrar a una pequeña que nunca se gestó en sus entrañas. Actualmente, Ludmila y yo, nos vemos con cierta regularidad en un hotel que nos permite volver el tiempo atrás, y jugar a que nada de esto ocurrió, y que todo va a estar mejor. Es una cruda realidad sabernos medianamente felices en otros caminos; pero nos detenemos para lamer viejas heridas, intentando curar las malas pasadas, los malos puntos cargados de tanta confusión. De a poco fuimos hablando de todo, y más rápido volvimos a hacernos merecer el cuerpo, que alguna vez nos vio gozar. Nos encontramos, y ahora si parece cierta la teoría de que “el tiempo esta en nuestra mente”.

 Pablo Barnabá

1 comentario:

Agos dijo...

Hermoso.